El oficio de panadero: la artesanía en la era de la globalización
El quehacer de un panadero es artesanía. Su producto está fabricado con las manos y como tal contiene impresas, de manera real y también metafórica, las improntas de la cultura y del saber de la comunidad a la cual pertenece. Estas improntas son, al fin y al cabo, todo aquello que las generaciones precedentes han dejado sobre cada uno de los productos que este profesional elabora. Aunque no las vemos, están, permanecen. Dicho de otro modo: detrás cada pan, cada coca, cada pastel que el panadero o panadera elabora está la herencia de nuestra historia.
La cronología humana es pendular: actualmente vivimos desbordados por las producciones industriales propias de la era del consumo. Fabricamos masivamente productos con la misma forma y peso, a precios competitivos, en algunos casos muy atractivos a la vista… pero de alma vacía. Pasa todo lo contrario con el producto artesanal: cada pieza es diferente, única e irrepetible. Es el resultado de numerosísimos condicionantes que tienen un origen común: la mano y el saber del artesano. Y cada vez son más los que buscan el retorno al origen, a la esencialidad. Es por eso que cada vez que el panadero o panadera fermenta la masa del pan, lo hornea y lo saca con la pala se produce un hecho que va más allá de una acción puramente económica: es un acto de cultura que se consuma gracias a la artesanía, al saber que se ha aglutinado después de generaciones y generaciones de profesionales que lo han precedido. Pero la cadena no acaba aquí: en el momento que el cliente lo compra, corta la rebanada y se la come se cierra un círculo perfecto y armonioso: de la cosecha a la harina y del pan a la vida.
Esta profesión, además, tiene una importancia social capital. Antes de empezar la jornada -cuando el mundo duerme- el horno está silencioso, vacío, casi inerte. El panadero activa máquinas, pone a mezclar los ingredientes, los equilibra en la justa medida y con la ayuda del fuego se obra el milagro: un pan trabajado con las manos, perfectamente imperfecto, gustoso y extraordinariamente saludable. Entre el pan artesano y el industrial hay más que rentabilidad, tiempo y calidad: hay, sobre todo, conciencia. Una conciencia que, incluso, tiene incidencia colectiva puesto que contribuye directamente a la economía de proximidad y a mantener el tejido social de nuestras poblaciones, cada vez más deslocalizadas a causa de las grandes superficies periféricas.
El panadero es un profesional que navega a contracorriente en estos tiempos gobernados por la inmediatez de la elaboración, la estandarización de los gustos y el anonimato de los creadores. Su oferta representa todo lo contrario: la lentitud de la elaboración, la excelencia del producto y la marca inconfundible del artesano. Acudir a las panaderías a buscar el “pan nuestro de cada día” no es solo un acto de reconocimiento del trabajo bien hecho de acuerdo con la tradición propia: es un acto de resistencia que ayuda a dignificar una de las profesiones que ha marcado el talante cultural y gastronómico de esta isla desde sus orígenes.
Tomàs Vibot es escritor, investigador y divulgador de la cultura y patrimonio.